Repatriación
El 28 de noviembre de 2019, con un grupo de estudiantes de la Universidad Adventista del Plata, emprendimos un viaje hacia Ecuador, a fin de realizar una campaña de colportaje de verano. Todo surgía según lo planeado, hasta que llegó una pandemia que cambiaría nuestros planes. El virus conocido como COVID-19 frenaba la vida cotidiana y ponía al mundo en jaque. Por la globalización, ahora se exponía a una gran parte del planeta a la misma crisis. Ecuador era una excepción hasta que llegó el primer caso de coronavirus. Desde ese día, comenzó una aventura extraordinaria que quiero contarles.
Ya el 16 de marzo de 2020 –estando en la ciudad de Esmeraldas–, empezamos a escuchar que se veía venir la cuarentena. Entonces, decidimos viajar a Guayaquil, ya que allá íbamos a estar más cómodos. Luego de ocho horas de viaje, llegamos a nuestro destino. El cambio había llegado. Al día siguiente, el Gobierno ecuatoriano decretó cierre de fronteras y aislamiento obligatorio.
La palabra que mejor describía la situación era incertidumbre. Lo único claro era que estábamos varados, sin fecha de retorno; la duda alimentaba nuestros temores.
Comencé con los trámites de repatriación a través de la web del Consulado Argentino, consciente de que era la única forma de regresar a casa. Luego de 45 largos días, llegó la respuesta. Dios había escuchado mis oraciones.
El 30 de abril a las 7:30 de la mañana me llevaron al aeropuerto de Guayaquil. Sobre el mediodía partimos hacia Buenos Aires. Fueron nueve horas de vuelo. Aterrizamos y, de inmediato, nos llevaron a la terminal de ómnibus de la ciudad, donde esperé seis horas. Recuerdo que sentía frío, hambre, sueño e inseguridad. Desde allí viaje a Mar Del Plata, por la cercanía a mi ciudad de residencia. Llegamos a un hotel, y me enteré de una cuarentena obligatoria. A todo esto, yo en pleno siglo XXI no tenía celular. Totalmente incomunicado, pasé ocho días encerrado en una habitación, sin ver la luz del sol. Al séptimo día me hicieron un hisopado que dio negativo, por lo que ya podía irme a casa a seguir con el aislamiento.
Te cuento mi historia para remarcar algo importante: En todo momento vi la mano de Dios. Vi su mano cuando estuve varado, encerrado y solo. Bajo la sombra de su poder, descansaron mis ansiedades. Nuestro Padre celestial está siempre a nuestro lado. Sentir su abrigo en tiempo de crisis fue mi sostén.
Si hoy te estás preguntando “¿Dónde está Dios?”, déjame decirte que está allí, y está allí para ayudarte.
Este artículo fue publicado en la edición impresa de Conexión 2.0 del cuarto trimestre de 2020.
Escrito por Marcelo Núñez, estudiante de Teología en la Universidad Adventista del Plata.
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