Cuando no hay respuestas
Un testimonio de fe para todos aquellos que perdieron a un ser querido.
El verano estaba llegando a su fin. Mientras alistaba el bolso en casa de mis padres, luego de pasar unas maravillosas vacaciones con ellos, mi madre introducía más obsequios, como era de costumbre. Papá, minutos antes de que llegara la hora de mi partida hacia la estación, me dijo que no iba a poder acompañarme. Con una enorme sonrisa y nuestras miradas llenas de amor, me fundí en sus abrazos. Nos despedimos con un “hasta pronto” y con planes de vernos nuevamente en el invierno.
Todo comenzó con una fiebre. Mamá pensó que mi padre podría tener una simple gripe. Papá siempre fue cuidadoso con su salud y acompañaba la buena alimentación con ejercicios. No aparentaba sus 65 años. Pero ahora tenía algo que ni los médicos sabían el origen.
Mientras tanto, en todos los medios de comunicación se hablaba de un virus llamado COVID-19, que estaba azotando el continente asiático y europeo. El sistema sanitario de Argentina aún no estaba capacitado para detectar ese virus en pacientes; solo se sabía de algunos síntomas.
A mi padre la respiración se le hacía cada vez más costosa. En primera instancia, el diagnóstico del especialista fue neumonía. Pero pasaban las horas y su cuadro se iba agravando cada vez más.
Nos conectamos inmediatamente por una llamada. Con la voz apagada y a la misma vez esperanzada en que iba a recuperase, me prometía que pronto nos íbamos a ver. Y esa fue la última vez que escuché su voz.
Por el avance de las investigaciones, los médicos hicieron el testeo a fin de descartar este agente nuevo y extraño en el cuerpo de papá. Pero él ya no podía respirar por sus propios medios y necesitaba un mecanismo artificial. Los resultados llegarían pronto. Estaba confirmado: él tenía COVID-19.
Las fronteras estaban cerradas, y una cuarentena estricta y obligatoria se activaba en todo el país. No podía viajar para estar con mi familia. La impotencia de estar lejos en esos momentos difíciles fue terrible. No tuve ni el tiempo de aceptar el diagnostico de mi padre, ya que en unas horas mamá me llamaría para darme la noticia más triste de mi vida: había fallecido.
Solo habían transcurrido tres semanas de aquella despedida. Mi retina aún visualiza a mi padre con mucha vitalidad, sin antecedentes de enfermedades. Pero mi papá falleció el 1º de abril de 2020. No pudimos despedirlo, ya que su cuerpo fue cremado, por seguridad sanitaria. Con mamá aislada y yo lejos, todo parecía una pesadilla.
“¿Por qué ha permitido Dios que me ocurra esto a mí?” Esta es una pregunta que me hice. Es la pregunta que todos los creyentes se han esforzado por contestar. Si creemos que Dios tiene la obligación de explicarnos su conducta, deberíamos examinar los siguientes pasajes de la Biblia. Salomón escribió en Proverbios 25:2: “Gloria de Dios es encubrir un asunto”. Por su parte, Isaías 45:1 declara: “Verdaderamente tú eres Dios que te encubres”. Además, en Deuteronomio 29:29 leemos: “Las cosas secretas pertenecen al Señor nuestro Dios”. Y Eclesiastés 11:5 proclama: “Como tú no sabes cuál es el camino del viento, o cómo crecen los huesos en el vientre de la mujer encinta, así ignoras la obra de Dios, el cual hace todas las cosas”.
Creo que muchas de nuestras preguntas “por qué” tendrán que quedarse sin respuesta por ahora. El apóstol Pablo se refirió al problema de las preguntas sin contestar cuando escribió: “Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido” (1 Cor. 13:12). Pablo estaba explicando que no tendremos el cuadro completo hasta que estemos en la Eternidad.
Este es un aspecto clave de la fe cristiana. Más allá de las circunstancias, el plan de Dios es maravilloso, ya que “a los que aman a Dios” todas las cosas que estén en armonía con su voluntad “les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Rom. 8:28).
Por eso, creo que tal vez no sean el dolor y el sufrimiento en sí los que causan el mayor daño. Lo triste es que nos sentimos confundidos y desilusionados con Dios. Es la ausencia de significado lo que hace que esa situación sea intolerable. No existe una angustia mayor que la que una persona experimenta cuando ha edificado todo su estilo de vida sobre conceptos teológicos que parecen derrumbarse en momentos de tensión y dolor extraordinarios.
¿Llegan momentos como estos para los creyentes fieles? Sí. Pero debemos afrontarlos con fe, sabiendo que “no os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana” (1 Cor. 10:13).
El gran peligro en que nos encontramos las personas que experimentamos una tragedia es que Satanás utilizará ese dolor para hacernos creer que Dios nos ha escogido como víctimas. ¡Qué trampa mortal es esa!
Sí, yo estoy afligida aún. Y tengo el corazón quebrantado. Tal vez tú te sientas igual y estés desesperado/a. Solo puedo decirte que debes confiar en Dios. Existe seguridad y descanso en la sabiduría eterna de la Biblia.
El Rey de reyes y Señor de señores no está caminando de un lado a otro por los pasillos del cielo sin saber qué hacer acerca de los problemas que existen en tu vida. Él puso los mundos en el espacio. Él puede tomar en sus manos las cargas que te están agobiando. Y para comenzar, dice: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios” (Sal. 46:10).
Este artículo ha sido adaptado de la edición impresa de Conexión 2.0 del primer trimestre de 2022.
Escrito por Ruth Maidana, vive en la ciudad de Neuquén, Argentina, y es miembro de la Iglesia Adventista de Maranatha.
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