Líbano
Ayudar a los que están aprendiendo
De Tailandia, Dios abrió las puertas para que me mude a Beirut, Líbano. Ese sería mi hogar por los siguientes casi tres años.
Otra vez experimenté un cambio de cultura drástico: nuevo idioma, nueva comida, nueva forma de trabajo…
En Middle East University (MEU) [Universidad del Medio Oriente] servía como preceptora del hogar de chicas, coordinadora de huéspedes y profesora de inglés. Mi misión era totalmente diferente y, al mismo tiempo, igual. Ya no estaba casi en contacto con personas que nunca habían oído sobre Jesús. Me dedicaba a alumnos de entre 17 y 30 años, en su mayoría cristianos.
Muchos de ellos eran egipcios adventistas que venían a la única universidad adventista de la zona con el fin de prepararse para servir a Dios. Ahora, me tocaba guiar a quienes estaban aprendiendo.
Los veía en el comedor, en los cultos, en el aula, en el campus, en la cancha de fútbol y en los dormitorios. Yo organizaba sus festejos sorpresa de cumpleaños, y ellos organizaron el mío. Algunos días me agradecían por mi ayuda; otros días se enojaban conmigo porque no les daba permiso para quedarse hasta más tarde en el parque. Me desafiaron y me emocionaron. Y ellos me enseñaron a enseñar mejor.
Ayudar a los que ayudaron
En todo Líbano había cuatro iglesias adventistas. Una de ellas está ubicada en Bishmizzine, un pueblo al norte de Beirut. Allí había funcionado un colegio adventista, que llevaba años cerrado. Pero la pequeña iglesia seguía en pie, con servicios todos sábados. La membresía era de unas seis a ocho personas; y el promedio etario era de setenta años.
Y, ya ni recuerdo cómo, surgió el proyecto de ir con un grupo de alumnos del internado a apoyar a esa iglesia cada tanto. El conductor, diez alumnos y un par de voluntarios subíamos a una combi y viajábamos unas horas. Algunos dirigían las alabanzas, del himnario en árabe, por supuesto. Otro leía la historia misionera. Un par de alumnos juntaban las ofrendas; y alguno de los voluntarios predicaba. Después, el almuerzo a la canasta. Eran unos pocos adultos mayores, pero preparaban comida como para un batallón. Al estilo libanés; porque hambre nunca vas a pasar.
Compartían lo que tenían; y su actitud gritaba que para ellos era un privilegio hacerlo. Se habían pasado la vida entera ayudando, en medio de conflictos internos y externos, de conflictos armados e ideológicos. Pasando necesidades y escondiéndose de los aviones bombarderos. Pero eran conscientes de que su misión no había terminado. Nosotros pensábamos que íbamos a ayudarlos; a alegrarles los sábados con nuestra juventud… y lo hacíamos. Pero ellos me enseñaron la generosidad extrema, la alegría en medio de las dificultades. Me enseñaron que la misión no termina nunca. Cambia de forma, cambia de destinatario, cambia de escenario, pero no termina.
Ayudar a los que ayudan
Una vez al año, MEU recibía la visita del Friendship Team, un grupo de alumnos de la Universidad Andrews liderados por el Pr. Glenn Russell, quien había vivido en Beirut durante su niñez. Ellos venían a realizar algún proyecto de ayuda comunitaria, a aprender sobre otras realidades y a llevar adelante una de las dos semanas de oración de la Universidad.
Como coordinadora de huéspedes, parte de mi trabajo era preparar las habitaciones donde ellos estarían durante su estadía, ir a buscarlos al aeropuerto, responder sus miles de preguntas, presentarlos a los alumnos, ser de nexo para conseguir cualquier cosa que ellos necesitaran y acompañarlos en sus salidas. Durante esas dos semanas del año, me tocaba ayudar a los que venían a ayudar. Y eso amplió una vez más mi perspectiva sobre la misión. Porque aunque ellos venían a hablar sobre Jesús y a apoyar a los alumnos en su desarrollo de una amistad con Dios, cada miembro del Friendship Team también estaba en una búsqueda personal de mayor cercanía con Dios.
Varias veces, durante los tres años en que viví en el Líbano, Glenn me pidió que compartiera parte de mis experiencias con los voluntarios que él traía. Glenn buscaba enfrentar a sus alumnos con el concepto de que todos estamos en la misma búsqued y todos tenemos que aprender de quien tenemos a nuestro lado. Puede ser un budista, un musulmán o un cristiano. Puede ser un alumno, un misionero o un pastor. Sea quien sea, tiene algo para enseñarte.
Glenn cumplió su cometido año tras año. Y no les enseñó solo a los alumnos con quienes viajaba desde los Estados Unidos hasta el Líbano. También me lo enseñó a mí, una misionera argentina; a Allana, una periodista brasilera; a Rahil, una alumna egipcia; y a decenas más.
Ayudar a los que menos conocen
Mientras vivía en el Líbano, tuve la oportunidad de viajar un poco y visité Jordania. Allí la iglesia había organizado un retiro espiritual para jóvenes. La primera gran diferencia que noté fue que no era solo para jóvenes adventistas, sino para todos los jóvenes cristianos evangélicos. Asistieron cerca de sesenta jóvenes y solo quince eran adventistas.
Me habían pedido que ayudara con las actividades sociales y recreativas, que incluían desde juegos para conocernos más entre todos hasta juegos bíblicos, torneos deportivos y juegos “de fogata”. Todo se desarrolló en árabe, así que tuve que utilizar todo mi poco conocimiento del idioma, y contar con la ayuda de un intérprete.
Durante las reuniones, yo escuchaba. No quería cargar a los intérpretes, así que intentaba concentrarme para escuchar los textos bíblicos. Honestamente, no esperaba aprender demasiado. Había ido para ayudar, ofrecer mi amistad, guiarlos en actividades sociales, y sonreír mucho.
Pero me esperaba una sorpresa de esas que te cambian de por vida. Sí, así de grande. Llegó el momento de la dinámica de oración. Estaba sentada al fondo, contra la pared. No estaba con el grupo. Se dividieron en grupos para orar. Oraron. A los diez o quince minutos, iban terminando las oraciones grupales, y se acercaban a alguno de los pastores para que orara con ellos. Cuando terminaba ese momento, se desarmaba el grupo y se volvían a armar en grupos diferentes para seguir orando. Acudían a algún otro de los pastores para que orara por ellos. Se desarmaba el grupo y se juntaban de a dos o tres para seguir orando. Pasaron unas dos horas de oraciones grupales espontáneas. Entonces, uno de los pastores tomó un micrófono y terminó con una oración desde el frente.
Me quedé pensando en esto por días. ¿Cómo es que les era tan natural orar? ¿Cómo podían orar por horas, así? Y, la pregunta más dura de todas: ¿Por qué me sorprendía tanto?
En Jordania aprendí a ver la oración de otra manera. Aprendí que cuando de oración se trata, no necesitamos seguir la agenda del retiro espiritual. Que cuando los jóvenes se reúnen espontáneamente para orar y clamarle a Dios que cambie sus vidas, todo lo demás pierde importancia. Y aprendí que es muy especial hablar con nuestro Padre en grupos.
Perspectivas
Pero, entonces, ¿ir a ayudar no es el punto central de ser un misionero? Si me preguntas a mí, te respondo: “No”.
Cuando decides dedicarle tu vida al Señor para ser misionero, el punto central no es ayudar: es aprender. Porque solo cuando estés dispuesto a aprender de todas las personas que te rodeen, estarás capacitado para enseñar.
Constantemente limito a Dios. Lo pongo dentro de una cajita en mi mente. Pero Dios quiere que lo conozca cada vez mejor y que conozca diferentes aspectos de él. Quiere que lo conozca como Salvador y como Amigo. Como Creador y como Padre.
Quiere mostrarme su gran poder y su ternura incomparable.
Ser misionero es entregar tu vida entera a Dios y entonces, abrir grandes los ojos y los oídos para aprender, día a día, a conocerlo mejor, mientras ayudas donde él te muestre.
¿Te animas? Te aseguro que no te vas a arrepentir.