El fracaso, las diatomeas y los huesos de Eliseo

El fracaso, las diatomeas y los huesos de Eliseo

El fracaso, las diatomeas y los huesos de Eliseo

¿Qué tienen en común todas estas cosas?

Estaba mirando a Will Smith explicar el viaje de la arena en la serie documental One Strange Rock (Una extraña roca) cuando escuché por primera vez acerca de las diatomeas. Cada año, los vientos impulsan toneladas de arena sahariana, y las transportan en un épico viaje de 9.650 kilómetros, a través del Atlántico y hasta el corazón de la región amazónica del Brasil. 

Resulta que esta arena fertiliza al Amazonas, porque contiene nutrientes como el fósforo y otros fertilizantes esenciales. Sin ella, la región amazónica no sobreviviría. 

Pero, espera un minuto… ¿Cómo es posible que la arena del desierto fertilice a una selva tropical? ¿Qué hace que la arena del Sahara sea tan rica en nutrientes? ¡La respuesta son los cadáveres de diatomeas! 

Las diatomeas son algas unicelulares microscópicas. A pesar de su minúsculo tamaño, tienen una función muy importante: producen alrededor del 50 % del oxígeno que respiramos (¡Y nadie les da las gracias!) Las diatomeas se pueden encontrar en todos los océanos y lagos del mundo.

Sorprendentemente, el Sahara fue una vez un exuberante oasis lleno de lagos, donde vivían miles de millones de diatomeas. Después de florecer, estas diatomeas murieron y se hundieron en el fondo de los lagos. Pero a diferencia de otras algas, las diatomeas no se descomponen porque sus paredes celulares, también llamadas coberturas, están compuestas de sílice. Como resultado, los “esqueletos” de estas diatomeas se acumularon como sedimentos en el fondo de los lagos. Cuando los lagos se secaron, expusieron las coberturas de las diatomeas, permitiéndole al viento reescribir su historia.

¿Cómo defines el éxito? Cuando los sueños se secan y los oasis se convierten en desiertos, a menudo saco conclusiones precipitadas y etiqueto esas experiencias como “fracasos”. ¡Estoy tan apurada por lograr resultados tangibles! Y aunque la paciencia es una virtud indispensable, hay un punto todavía más importante que tendemos a olvidar.

El punto es que, como cristianos, tenemos una definición del éxito que es mucho mejor. El éxito no es simplemente el resultado, sino el viaje en sí. En el reino de Dios, ser fiel es ser exitoso. Fuimos llamados a dar lo mejor de nosotros mismos, confiando en que Dios garantizará los resultados. Esto nos permite anclar nuestra identidad en un terreno mucho más firme que el éxito o los logros.

Por esto, cuando nos enfrentamos a un aparente fracaso, no desesperamos. “Yo respondí: ‘¡Pero mi labor parece tan inútil! He gastado mis fuerzas en vano, y sin ningún propósito. No obstante, lo dejo todo en manos del Señor; confiaré en que Dios me recompense’ ” (Isa. 49:4, NTV, énfasis agregado). Para comenzar a mirar a través de la lente de la fidelidad, en lugar de los logros, debemos aprender el arte de ver lo invisible.

A primera vista, la muerte de Eliseo parece un final infeliz e irónico para la vida de este profeta. El mismo hombre que Dios usó para sanar a tantos yacía indefenso en la cama. El profeta que resucitó al hijo de la sunamita estaba sucumbiendo a una enfermedad común. Mientras que su predecesor, Elías, fue llevado al Cielo en un carro de fuego, no hubo fanfarrias para Eliseo. Había pedido una doble porción del espíritu de Dios, pero su último acto registrado en la Biblia fue enojarse con el rey Joás por su falta de fe (2 Rey. 13:19). ¿Fue su carrera como profeta un fracaso? Por supuesto que no. ¡Eliseo fue fiel!

Para correr un poco el velo de lo invisible, la Biblia registra una historia inusual. Algún tiempo después de la muerte de Eliseo, un grupo de israelitas estaba enterrando a un hombre. De repente divisaron una banda de asaltantes moabitas y, aterrorizados, arrojaron el cuerpo en la primera tumba que encontraron. ¡Resultó ser la tumba de Eliseo! Cuando el cuerpo tocó los huesos de Eliseo, el hombre volvió a la vida (2 Rey. 13:20, 21). 

Amo esta historia porque ilustra poderosamente cómo Dios se encarga de los resultados. Eliseo estaba muerto y enterrado; no sabía nada y no podía hacer nada. Pero servimos a un Dios que puede obrar milagros con huesos secos y cadáveres de diatomeas. Entonces, sin que Eliseo ni siquiera moviera un dedo, Dios reescribió completamente su historia.

Dios nos llama a ser fieles, no a ser exitosos. Considera cuánta gracia hay en ese llamado. Dios está quitando la carga del éxito de nuestros hombros y colocándola sobre sí mismo (Mat. 11:29). Él nos invita a enfocarnos en lo invisible; a anclarnos en él. 

No permitas que las circunstancias te engañen. Los resultados finales siempre están en las manos de Dios. ¡Sé fiel! El viento del Espíritu puede impulsar los restos secos de tus sueños y usarlos para fertilizar un paraíso lejano, verde y exuberante. Incluso después de que te hayas ido, Dios puede usar tu ejemplo de fe y obediencia para revitalizar a otros. Permanece fiel. 

Este artículo es una condensación de la versión impresa, publicada en la edición de Conexión 2.0 del cuarto trimestre de 2022.

Escrito por Vanesa Pizzuto, Lic. en Comunicación y escritora. Es argentina, pero vive y trabaja en Londres.

El camino a casa

El camino a casa

El camino a casa

Una separación, un viaje, una estrella… y una gran lección de vida.

Hacía por lo menos dos años que no la veía. La pandemia de coronavirus me había impedido viajar a la Argentina, y desde Inglaterra, donde vivo, es imposible divisarla. 

Por eso, esa noche de verano, bajo el impactante cielo patagónico, me la quedé mirando hasta que me dolió el cuello. Allí estaba, fulgurante, la pequeña constelación que siempre me hace sentir en casa: la Cruz del Sur. Cuando me mudé a Inglaterra supe que muchas cosas iban a cambiar, ¡pero no me imaginé que hasta el cielo nocturno sería diferente! Aunque hay constelaciones que se pueden ver desde ambos hemisferios, hay muchas otras que no; la Cruz del Sur es una de ellas. Por eso, esas manchitas brillantes de luz en el firmamento siempre me indican que llegué a casa. 

Mucho antes de que existiera la brújula o el sistema de posicionamiento global (GPS), la Cruz del Sur ya guiaba a los viajeros. La conocían los indígenas mapuches, los guaraníes, los incas y los araucanos. También la usaban los maoríes para orientarse en altamar con sus canoas. Y, cuando los primeros exploradores europeos cruzaron la línea del Ecuador, notaron que la Estrella del Norte (Polaris) desaparecía bajo la línea del horizonte. Los cielos australes, en cambio, les ofrecían otra forma de orientarse: la Cruz del Sur, la constelación que señala el camino al Polo Sur.

Como todo integrante del Club de Conquistadores sabe, una vez localizada la Cruz del Sur (que se distingue de otras cruces por su proximidad a Alfa Centauro y Beta Centauro), basta con proyectar su brazo más largo hacia abajo, aproximadamente cuatro veces, para encontrar el sur. Una vez obtenido ese punto, podemos transformarnos en “Rosas de los Vientos humanas”. Con la espalda al sur, miramos hacia el norte. Y, si extendemos los brazos, el derecho apuntará hacia el este; y el izquierdo, al oeste. Tomando la Cruz como referencia, sabemos dónde estamos. Y, al extender los brazos, adoptando la forma de la cruz, sabemos hacia dónde vamos. 

Es interesante notar que aquello que usamos como punto de referencia nos moldea a su imagen. Los valores que constituyen los puntos cardinales de nuestra brújula moral determinarán nuestro destino (y también la manera en la que andamos por el camino).

Todo esto es importante por una razón muy simple: tarde o temprano, todos nos desorientamos. Irónicamente, a veces nos perdemos porque hay demasiada “luz artificial”. Las luces artificiales, cuando son usadas en exceso, producen contaminación lumínica: un resplandor que opaca a las estrellas. De la misma manera, por incómodas que sean, las etapas de oscuridad y dolor pueden servirnos mucho. Nos permiten reorientarnos y encontrar la Cruz que marca el camino de regreso a casa. 

Al pasar por etapas de cambio en las que nos sentimos perdidos, recordemos que la misma oscuridad que nos pone al límite es la que hace que las luces artificiales pierdan su encanto. Sin negar la incertidumbre o el miedo que la oscuridad puede traer aparejados, sigamos mirando hacia arriba. Porque es justamente en la oscuridad donde brillan más los amigos fieles y los valores probados por el tiempo, como la integridad, el coraje, la compasión y la empatía. 

Por perdidos que estemos, si aprendemos a reconocer la importancia de los valores que aprendimos en nuestra infancia, siempre podremos encontrar el camino de regreso a casa.

Este artículo es una condensación de la versión impresa, publicada en la edición de Conexión 2.0 del tercer trimestre de 2020.

Escrito por Vanesa Pizzuto, Lic. en Comunicación y escritora. Es argentina, pero vive y trabaja en Londres.

¿Personas dispuestas o personas perfectas?

¿Personas dispuestas o personas perfectas?

¿Personas dispuestas o personas perfectas?

Pensar que lo que tienes para dar a Dios es insignificante roba tu boleto en primera fila para presenciar un milagro.

Al principio, les dije que no. Cuando me invitaron a formar parte de la Radio Adventista de Londres, pensé que era una idea terrible. Aunque me encanta la radio y hablo inglés como segunda lengua, yo estaba convencida de que otra persona podía hacerlo mejor y que estaba siendo “humilde”. 

Es fácil enfrentarnos a un desafío y convencernos de que lo que tenemos para dar es absolutamente insignificante. Sin embargo, esta manera de pensar nos paraliza y nos roba nuestra entrada, nuestro boleto en primera fila para presenciar un milagro. Cuando miramos la vida a través de una lente comparativa, pensamos que solo los aportes o las voces perfectas tienen valor. Pero la Biblia nos enseña que el significado de una vida, o el impacto de una ofrenda, no dependen de su tamaño o perfección. 

Probablemente había cerca de quince mil personas aquel anochecer, cansadas y hambrientas. Estaban demasiado lejos de la ciudad como para ir a comprar, y además hubiera costado una verdadera fortuna (el sueldo de más de seis meses de trabajo) conseguir alimentos para todos. Entonces, Andrés dijo: “Aquí está un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos pececillos; mas ¿qué es esto para tantos?” (Juan 6:9 RVR). No solo la cantidad era absolutamente ridícula e insignificante, sino también la calidad de esa vianda. La cebada era el cereal de los pobres. En aquel tiempo, se lo consideraba poco nutritivo y más apto para alimentar animales que personas. En otras palabras, la comida de este niño pobre no podría haber ser menos adecuada para satisfacer las necesidades de la multitud. Sin embargo, ¡fue exactamente eso lo que Jesús usó! 

Estoy convencida de que, entre esas quince mil personas, había otro muchacho con mejores restos de su vianda, o una mujer con una baguette escondida en la cartera. Pero tal vez creyeron que lo que tenían para dar no era suficiente.

Y, como permitieron que el miedo y la comparación los neutralizara, se perdieron de ser los protagonistas del milagro. Jesús no necesita personas perfectas, sino personas dispuestas. El significado y el impacto de nuestra vida no dependen del tamaño de lo que tenemos para dar, sino de Aquel que lo bendice y multiplica.

Trabajé para la Radio Adventista de Londres casi tres años, y aunque fue un desafío enorme, también fue una gran bendición. En uno de mis últimos proyectos, tuve la oportunidad de grabar una serie de estudios bíblicos de Apocalipsis con el pastor Sven Ohman. Oyentes de diferentes partes del mundo nos contactaron para compartir sus impresiones acerca del programa, muchos de los cuales hablaban inglés como segunda lengua. Fue interesante descubrir que mi acento no nativo era una bendición para ellos, porque lograban comprenderlo mejor que al acento británico. Lo que yo pensé que me descalificaría para servir fue exactamente lo que Dios usó para su gloria. 

Al tiempo, el pastor Sven falleció repentinamente. Aunque todos estábamos muy entristecidos, su esposa me agradeció que hubiéramos grabado la serie de estudios bíblicos, porque así ella podría volver a oír su voz. ¡No hay cómo medir el impacto de un acto de fe y obediencia que Dios bendice! 

Un día, mientras leía la Biblia, me encontré con un versículo conmovedor: “A todos les hablaré de tu justicia; todo el día proclamaré tu poder salvador, aunque no tengo facilidad de palabras” (Sal. 71:15 NTV, énfasis agregado). Yo quería que mi pronunciación fuera perfecta; y mis palabras, elocuentes (para que la gente me entendiera… pero también para que me elogiara). Sin embargo, Dios tenía otras prioridades, porque para él las pequeñas ofrendas que da un corazón sincero se multiplican hasta que sobreabundan.

Este artículo es una adaptación de la versión impresa, publicada en la edición de Conexión 2.0 del segundo trimestre de 2022.

Escrito por Vanesa Pizzuto, Lic. en Comunicación y escritora. Es argentina, pero vive y trabaja en Londres.

Muchísimo que desaprender

Muchísimo que desaprender

Muchísimo que desaprender

En este año nuevo, inicia el proceso del desaprendizaje.

Días atrás, conversaba con un amigo al que respeto mucho por su profundidad intelectual y emocional. Yo le contaba sobre las imágenes negativas acerca de Dios que he tenido que desaprender a través de los años, y otras ideas a las que he tenido que renunciar. “¿Es posible educar a un niño de tal manera que no tenga que desaprender al crecer?”, le pregunté. Con su honestidad y afecto usual, me contestó: “Probablemente, no. Simplemente, dile que la vida se trata tanto de aprender como de desaprender. Dile que no tenga miedo de seguir avanzando”.

¿Qué tan bueno eres para desaprender? No se trata de olvidar, ni tampoco es lo contrario de aprender. Desaprender es animarse al cambio. Es dejar atrás las herramientas desafiladas que ya no nos sirven, es atreverse a modificar nuestra manera de pensar. A veces, desaprender me hace sentir feliz y entusiasmada como una niña; como si estuvieran a punto de comprarme un par de zapatos nuevos porque los viejos ya me quedan chicos. Otras veces, sin embargo, es como descubrir que hay un trozo de papel higiénico pegado a mi zapato.

¿Cuánto hace que ese error viajaba como polizonte adherido a mi suela? ¿Lo habrá visto todo el mundo? ¡Qué ganas de cavar un hoyo y convertirme en topo!

El proceso de desaprendizaje y reaprendizaje puede ser lento y gradual, tal como la primavera le gana al invierno, de a un brote a la vez. Otras veces llega repentinamente, con una sola bofetada de realidad. Pero, ya sea que me llene de asombro por lo que me espera, o de miedo por el confort que dejo atrás, estoy aprendiendo a apreciar el proceso. La vida no se trata de tener razón; se trata de ser valiente y de continuar aprendiendo. Nuestras seguridad y valor como personas se encuentra en Dios, no en tildar una lista de ideas correctas. Cuando nos olvidamos de esto, el hecho de “tener la razón” se convierte en una adicción, en un escudo para defender nuestra autoestima y nuestro sentido de identidad. Entonces… ¿te imaginas lo que sucedería si comprendiéramos que el desaprendizaje no es nuestro enemigo y que no va a destruirnos?

Me gusta la forma en que Elena de White describe este proceso: “Tenemos muchas lecciones que aprender, y muchísimas que desaprender. Solo Dios y el cielo son infalibles. Se chasquearán los que creen que nunca tendrán que abandonar una opinión acariciada, que nunca se les presentará la ocasión de cambiar su punto de vista” (Mensajes selectos, t. 1, p. 42, énfasis agregado).

Aunque hay mucho que aprender, ¡hay mucho más que desaprender! Necesitamos hacer espacio para lo nuevo, como quien organiza un ropero y regala la ropa que le queda chica. Honestamente, también nos tocará deshacernos de alguna prenda que todavía nos queda bien y que nos gusta mucho, pero que ya no es apropiada. No seamos “acumuladores intelectuales”, soltemos lo que ya no nos sirve. Tengamos fe en que algo mejor vendrá. Sigamos avanzando; ¡desaprender es cosa de valientes!

La vida no es un examen en el que nos dan más puntos por la cantidad de respuestas correctas que sabemos. Cuando nos equivocamos, Dios no nos ama menos; cuando acertamos, no valemos más. La vida es una aventura de fe y coraje. La humildad es la brújula y la presencia de Dios es el norte, el referente inamovible que nos guía. Vamos a tener que avanzar, retroceder y dar vueltas. La marea va a subir, y también va a bajar. Vendrán días soleados de certidumbre, y también tormentas de dudas. Pero, todo ese proceso tiene valor, cada parte es importante. En tanto estemos dispuestos a aprender, desaprender y reaprender, la experiencia nos traerá mayor y mayor libertad (Juan 8:32).

No tengamos miedo de seguir avanzando. ¡Desaprender es cosa de valientes!

Este artículo ha sido adaptado de la edición impresa de Conexión 2.0 del primer trimestre de 2022.

Escrito por Vanesa Pizzuto, Lic. en Comunicación y escritora. Es argentina pero vive y trabaja en Londres.

¡No vale perrito guardián!

¡No vale perrito guardián!

¡No vale perrito guardián!

Tal vez, Dios valora mucho más nuestra valentía que nuestra eficacia.

Resulta que jugar a “la escondida” nos enseñó más de lo que creíamos. El juego era realmente divertido si al que le tocaba contar recorría el parque o el patio entero buscando a sus compañeros, pero no lo era si se quedaba parado al lado de la pared, vigilándola cual can. Por eso, todos los niños sabíamos una regla básica de “la escondida”: “¡No vale perrito guardián!”.

Obviamente, alejarse de la pared (también llamada “la piedra”) implicaba correr riesgos. Alguien podía correr más rápido que el buscador, tocar la pared y declarar: “Piedra libre para todos mis compañeros”. Si esto sucedía, le tocaría contar de nuevo. Sin embargo, en la vida –como en el juego de “la escondida”–, las cosas se ponen más interesantes cuando estamos dispuestos a correr ciertos riesgos.

Dios no espera que elijamos siempre la opción más segura en términos humanos. ¡No sé de donde sacamos esta idea! El siervo malo de la parábola cavó un pozo y enterró el dinero que había recibido. Aunque esta opción garantizaba que no perdería ni una sola moneda, al regresar su señor le dijo: “Siervo malo y negligente” (Mat. 25:25). ¿Alguna vez te preguntaste por qué el siervo decidió no correr ningún riesgo? De acuerdo con sus propias palabras, actuó motivado por el miedo que sentía de su señor (Mat. 25:24, 25).

Como dice el autor estadounidense John Eldredge: “La cantidad de riesgos que estás dispuesto a correr en tu vida es reflejo directo de lo que piensas acerca de Dios”. Así que, te pregunto: ¿qué imagen tienes acerca de Dios? Si en el fondo crees que Dios es severo o tacaño, vas a sentir una gran aversión al riesgo, como el siervo de la parábola. Sin embargo, ¿qué sucedería si realmente comprendiéramos la profundidad de la generosidad de Dios y los riesgos que toma por amor a nosotros?

Dios nos creó libres, con la posibilidad de rechazarlo. Cuando pecamos, corrió un enorme riesgo al enviar a Jesús. Jesús tampoco se aferró a su divinidad como a una manta de seguridad, sino que se humilló a sí mismo, siendo vulnerable y obediente hasta la muerte en la cruz (Fil. 2:6-8). Por amor, Dios no economiza en riesgos. Él no está calculando qué es lo menos que puede hacer para salvarnos; sino que, con una generosidad y un abandono completo, vuelca el cielo para bendecir a la Tierra. ¡Así es Dios y fuimos creados a su imagen! Debemos tomar riesgos sabios por la causa de Dios. Cederle terreno al perfeccionismo nos inmoviliza y esclaviza. Pero, ¿y si resulta que Dios valora mucho más nuestra valentía que nuestra eficacia? ¿Qué tal si correr riesgos, avanzando por fe (teniendo presente que podemos equivocarnos), es justamente lo que nos lleva a permanecer dependientes de Dios?

Después de andar por el desierto por cerca de tres años, los israelitas atisbaron Canaán. ¡Ya casi podían tocar la tierra prometida con las puntas de los dedos! Para planear la conquista, enviaron doce espías a reconocer la tierra. Sin embargo, al regresar, diez de ellos los convencieron de que avanzar no era seguro. El pueblo de Israel idolatraba a tal punto esa “seguridad” que inclusive quisieron buscar a un nuevo líder que los llevara de vuelta a Egipto (Núm. 14:3). ¡Preferían la esclavitud de lo conocido al riesgo de lo desconocido! En Cades Barnea su cobardía y rebeldía selló su destino. Todos ellos, a excepción de Josué y Caleb, morirían sin entrar en la tierra prometida. ¡La nación entera malgastaría cuarenta años vagando por el desierto! “¿Qué sucede cuando el pueblo de Dios no escapa del cautivante encanto de la seguridad? ¿Qué sucede si intentan vivir sus vidas en el espejismo de la seguridad? La respuesta es: vidas malgastadas”, escribió John Piper. “El pueblo estaba borracho del sueño de la seguridad mundanal. E intentaron apedrear a Josué y a Caleb. El resultado fueron miles de vidas y años malgastados”.

No podemos vivir vidas plenas, siguiendo a Jesús, sin correr riesgo alguno (Luc. 14:25-33). Por supuesto, no se trata de ser temerarios, ni de tener complejo de héroes; sino de comprender que en la fe y en el amor siempre correremos riesgos. Peor que equivocarse, es nunca intentar. Mucho peor que fracasar es llegar al borde de la tierra prometida, allí donde casi podemos alcanzar nuestros sueños, y no animarse a avanzar. La verdadera seguridad no es la ausencia de peligro, sino la presencia de Jesús. Por eso, recuerda: ¡no vale perrito guardián!

 Este artículo ha sido publicado en la edición impresa de Conexión 2.0 del cuarto trimestre de 2021.

Escrito por Vanesa Pizzuto, Lic. en Comunicación y escritora. Es argentina, pero vive y trabaja en Londres.

Pide lo que realmente quieres

Pide lo que realmente quieres

Pide lo que realmente quieres

Tal vez Dios quiera darte exactamente eso que soñabas.

Varios meses atrás, fui al centro de Londres a realizar unos trámites. Como la estación del tren que me lleva a Londres no queda muy lejos de mi casa, monté en mi bicicleta roja y pedaleé hasta allí. Al llegar, la aseguré bien en el estacionamiento para bicicletas de la estación, que es muy moderno y hasta tiene cámaras de seguridad. Pero, ya sabes lo que sucedió, ¿no? Cuando regresé, mi bicicleta se había evaporado… junto con cualquier noción de que “estas cosas no pasan en el primer mundo”. Para colmo, yo acababa de perder mi trabajo en medio de la crisis de la pandemia del coronavirus, y no tenía dinero para una bicicleta nueva.

Llegué a casa agotada, pero entonces sonó el teléfono. Era Douglas, mi “abuelo adoptivo”. En cuanto le conté, me dijo: “Yo te voy a comprar una nueva”. Le agradecí la oferta, pero inmediatamente me sentí culpable y avergonzada, ya que me parecía mal hacerle “malgastar” su dinero en mí. Lo fui postergando durante varios meses, diciéndole que tal vez la policía encontraría mi bicicleta, o que era mejor que compráramos una usada. Finalmente, Douglas dijo: “Mañana vamos a ir a tal negocio a comprar tu bicicleta”.

La noche anterior ingresé al sitio web del negocio y vi una bicicleta hermosa, de estilo antiguo, con asiento de cuero y canasta al frente. Fue amor a primera vista… ¡o al menos hasta que vi el precio! Decidí ir al negocio y no decir nada, pensando que sería más “humilde” permitir que Douglas escogiera la que le pareciera mejor a él. Cuando entramos en el negocio, él sugirió que tomáramos unos minutos para ver todos los modelos. De pronto, Douglas señaló una bicicleta y me dijo: “¡Esa! ¿Te gusta?” Mi corazón dio un vuelco. ¡Era exactamente la que yo quería! Douglas la compró inmediatamente, sin preocuparse en lo más mínimo por el precio.

Debo admitir que, a menudo, trato a Dios de la misma manera. Actúo como si conformarme con menos y tener sueños más prácticos fuera un gran logro espiritual, el pináculo de la humildad. Sin embargo, no atreverse a soñar, o a pedir, no es un acto de humildad, sino de cobardía emocional. El escritor estadounidense John Eldredge lo describe con estas palabras, en su libro The Journey of Desire: “Vivir con deseo es elegir vulnerabilidad en lugar de autoprotección. Admitir lo que queremos y buscar ayuda es todavía más vulnerable. Es un acto de confianza. En otras palabras, aquellos que conocen su deseo y se niegan a dejarlo morir, o a actuar como si no necesitaran ayuda, son los que viven por fe. Los que no piden no confían en Dios lo suficiente como para desear algo”. ¡Soñar y pedir son actos de fe!

¿Qué habría sucedido si Douglas hubiera escogido una bicicleta diferente? A veces cubrimos nuestra cobardía emocional con una pequeña capa de espiritualidad: “Bueno, ¡tal vez esa era la voluntad de Dios!” ¿Y si no lo era? ¿Y si Dios quiere darte exactamente aquello que soñabas, pero preferiste enterrar el talento antes que arriesgarte a perderlo e invertirlo?

Durante todo este proceso, Anne, mi mejor amiga, me decía continuamente: “¡Pide la bicicleta que realmente quieres! Permite que Dios te bendiga a través de quien él crea mejor. No escatimes en sueños”. Tengo mucho que aprender de ella; aunque Anne no siempre recibe lo que pide, ella no siente miedo de pedir. Honramos a Dios cuando soñamos, cuando pedimos, cuando nos acercamos a él realmente vivos, no entumecidos por el cinismo o anestesiados contra toda esperanza. Eldredge reflexiona: “No se ha escrito una sinfonía, escalado una montaña, combatido una injusticia o mantenido vivo un amor, sin deseo. El deseo […] nos salva de cometer suicidio emocional, de sacrificar nuestros corazones en el altar de la conformidad”.

¡Pide lo que realmente quieres! No escatimes en sueños. No te conformes con poco, no mendigues migajas, cuando hay un asiento de honor reservado para ti en la mesa del banquete del Padre. Dios no te llama a una vida fundamentalmente práctica, segura o predecible, sino a una aventura de fe. Confía lo suficiente como para desear y pedir algo de todo corazón. “Así que, ¡sean fuertes y valientes, ustedes los que ponen su esperanza en el Señor!” (Sal. 31:24, NTV).

Este artículo es una condensación de la versión impresa, publicada en la edición de Conexión 2.0 del tercer trimestre de 2021.

Escrito por Vanesa Pizzuto, Lic. en Comunicación y escritora. Es argentina pero vive y trabaja en Londres.