…dejar la droga

…dejar la droga

…dejar la droga

Dios siempre nos llama. Nunca lo olvides. Lo hizo conmigo. Mi historia es muy larga. Casi desde niño sufrí y la pasé muy mal. Fueron muchos años de tremenda angustia. A los trece años ya tenía muchos vicios. El peor era la droga. Mi vida estaba llena de dificultades.

Pasaba muchas necesidades económicas. En esa época yo iba a pedir limosnas en las cercanías del cementerio de La Recoleta, en la ciudad de Asunción, Paraguay. Pero el dinero que conseguía era para la droga. Empecé a robar. Todo por la droga.

¿Sabes? En un cementerio se ve de todo. Es increíble las miles de facetas que tiene la vida… y la muerte. Pero, entre tantas cosas, algo captó mi atención para siempre. Una vez, los familiares que estaban enterrando a una persona cantaban una canción muy bonita. Años más tarde, sabría que se trataba de un himno que se cantaba en la Iglesia Adventista. El canto decía: “Más allá del sol… yo tengo un hogar”. ¿Imaginas lo que esas palabras significaban para mí? ¿Tener un hogar en el cielo, una esperanza más allá del sol?

A los 16 años pude salir de las drogas, gracias a un matrimonio que me enseñó la Biblia. Conocí a una señorita y tuvimos un hijo. Pero al poco tiempo todo se derrumbó otra vez. Caí de vuelta en la droga, engañé a mi pareja y empecé a correr carreras nocturnas en moto. Otra vez el caos llegó a mi vida.

Luego, mi hijo se enfermó con dengue, pero Dios le salvó la vida. Mi mujer me perdonó y volvimos a estar juntos. Me dijo que, si ella me daba otra oportunidad, seguramente Dios también me la daría. Así que, de rodillas, le pedía a Dios que me ayudara a cambiar. Quería conocer la Biblia y la verdad.

Un día, encontré la Radio Nuevo Tiempo, de la Iglesia Adventista. Me gustó porque enseñaban de la Palabra de Dios. En esa radio escuché a un cantante llamado Danny Pires. Él entonaba una canción titulada: “El Rey te mandó a llamar”. Sentí que ese canto era para mí, que el Rey del universo me estaba llamando. Y que yo, más allá de cómo había sido mi vida, podría estar ante su presencia.

Pedí a la radio los cursos de estudio de la Biblia. Me visitaron. Aprendí mucho. Y, un día, decidí unirme a la Iglesia Adventista de Caacupé. Esto fue una hermosa bendición en mi vida.

Dios también te llama. No importa dónde estás. Hay un lugar para ti. Nunca digas “no puedo”. Para Dios nada es imposible. La mayor y mejor decisión que puedes tomar en la vida es la de ser fiel a Dios. Yo pude gracias a él.

Este artículo es parte de la versión impresa de Conexión 2.0 del tercer trimestre de 2019.

Escrito por Junior Rolón, Iglesia Adventista de Caacupé, Asunción.

…dejar la masturbación

…dejar la masturbación

…dejar la masturbación

Desde Costa Rica, nos llega este valiente testimonio de lucha y superación personal.

Siempre fui adventista. A mí todo me iba bien. Tenía buenas notas en la escuela y trabajaba mucho en la iglesia. Iba al Club de Conquistadores y tenía muchos cargos.

Pero, sin querer, empecé a tener una doble vida. Mejor dicho, una vida secreta, oculta. A mis 12 años, empecé a mirar mucha pornografía y a masturbarme. Para los 16 años, estaba completamente sumido en la adicción. Todo esto se agravó porque mi padre, que era cristiano, se puso muy violento y comenzó a beber. Al tiempo dejó la iglesia. Sentí mucho dolor y hasta dejé de orar por él. Así, seguí mi camino descendente.

Mi razonamiento era: “Esto es algo del ámbito privado, no le hago mal a nadie”. Mi vida tenía dos partes. La que todos conocían (el joven activo y trabajador en la iglesia) y la que nadie conocía (el joven que consumía pornografía y se masturbaba).

Crecí y tuve más cargos en la iglesia. Llegué a ser diácono y anciano. Al principio, a los 12 o 13 años, pensaba que masturbarse era algo normal que los hombres teníamos que hacer para afirmar nuestra sexualidad. Luego me di cuenta de que estaba mal.

Pero no podía dejarlo. Traté y traté. Todo en vano.

¿Tu crees que Dios tiene el poder para cambiar nuestra vida? Su mayor anhelo es hacer contigo un milagro. ¡Yo pude vencer gracias a él!

Este artículo es una condensación de la versión impresa, publicada en la edición de Conexión 2.0 del segundo trimestre de 2019. Escrito por Harrison Umaña, misionero voluntario.

Superar el odio y un padre ausente

Superar el odio y un padre ausente

Superar el odio y un padre ausente

Una infancia arruinada y una adolescencia en problemas no son obstáculos para el poder de Dios.

¿Estás enojado con la vida?  Te entiendo. Me pasó.

Nací en 1999. Hoy tengo 19 años y asisto a la Iglesia Adventista de Nuevo Oriente, en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. Conocí la iglesia a través de Mirella Cruz, quien me invitó muchas veces cuando yo tenía 13 años.

Mi vida era un desastre. Crecí con mucho odio en mi corazón, pues mi padre nos abandonó a mi hermana y a mí cuando éramos niños. Él le pegaba mucho a mi madre. Si bien eso terminó cuando se fue, yo lloraba porque no tenía papá. Cada Día del Padre era horrible y de gran soledad. Crecí con rencor, y desparramaba ese sentimiento por todos lados. En la escuela era el peor en conducta y el peor en notas.

Entre los diez y los doce años, empecé a tener varios vicios. Uno fue la adicción a los videojuegos. Pero, luego fue peor. Me uní con jóvenes más grandes que me iniciaron en el camino del cigarrillo y el alcohol.

Mi hermana y yo estábamos siempre solos. Mi madre trabajaba todo el día. Yo vivía prácticamente en la calle. Hacía cualquier cosa. No tenía control. Gracias a Dios, cuando me invitaron a robar y a otras actividades delictivas, me negué.

Fue entonces cuando Mirella me invitó a la iglesia. Y fui. Allí conocí a Jesús, que estaba dispuesto a perdonar todos mis pecados.

No hubo un milagro instantáneo, pero me di cuenta de que al leer la Biblia, orar e ir a la iglesia, mi vida se iba transformando. Ya no peleaba tanto. Ahora tenía más paz. Dejé de estar en la calle y me quedé en casa, estudiando. Por primera vez en mi vida empezaba a ser feliz. No tenía más odio en el alma, y había encontrado una familia en la iglesia y en el Club de Conquistadores.

Dios fue cambiando mi forma de pensar y mi forma de hablar. Me bauticé en 2012. Ese día me sentí libre. Sentí que Dios me abrazaba y me decía: “Yo soy tu padre, nada te faltará”. No tuve padre, pero tengo un Padre.

Mi cambio fue tal que pasé de ser el peor de la clase a ser el mejor. Terminé la escuela siendo el abanderado y con las notas más altas. Me gané una beca para estudiar en la Universidad.

Aún tengo cosas que seguir cambiando y mejorando. Pero sé que Dios no me abandona y que siempre me ayuda. Dios transformó mi vida. ¡Yo pude, gracias a él!

Este artículo es una condensación de la versión impresa, publicada en la edición de Conexión 2.0 del primer trimestre de 2019. Escrito por José Carlos Ortiz, estudiante.